lunes, 26 de diciembre de 2011

Tita.


En honor a Esther Rodríguez Solís.

Fue un sábado 19 de noviembre a las 11:20 p.m. ¿sabías? ¿te acordás? Te lo comento porque últimamente no estabas tan al tanto de las cosas como antes, o porque no sé si, en el ajetreo de hacer la transición hacia lo que sea que nos espere después de la muerte pusiste atención a esos detalles… también puede que te lo cuente para contármelo a mí mismo en esta terapia adictiva que es escribir, escribir mientras tomo vino y escucho música, la misma música que hoy me puso a pensar en vos, para ser exacto mientras escucho la canción con la que me permito llorarte una y otra vez.

Después de la llamada de rigor, con la información de rigor, no me quedó más que cumplir con el deber más duro de la historia de mis 23 años: decirle a la persona que más amo en la vida que habías fallecido.

Fue muy curioso que en esa misma semana hubiera leído un artículo en el que decían que las personas en los salones de espera de los hospitales, una vez que el doctor les decían que su ser querido había fallecido, lo primero que decían es “¿Puedo hablar con él?”. Pues resulta que, después de pedirle a tu hija que estuviera tranquila (como si eso fuera posible en tal circunstancia), le dije que finalmente habías decidido dejar este mundo, la respuesta que obtuve, contra todo pronóstico fue un “no es cierto” como si del color negro del sol estuviéramos hablando.

Tras entender la noticia vinieron los gritos que terminaron por despertar a los vecinos, las lágrimas que nunca habían sido tan abundantes y los golpes sin sentido a la cama que daba arrodillada en el suelo, como pidiéndole a Dios que aquello no fuera cierto, que te devolviera o, al menos, devolviera el tiempo para poder estar ahí, junto a vos mientras hacías la transición.

Luego de vasos de agua necesarios (que después saldrían forma de lágrimas), luego de llamadas y un baño que hizo falta para poder pasar sin dormir las siguientes 48 horas, íbamos en camino, a las 3 de la mañana para poder estar con vos en la última parte del viaje.

Llegamos el sábado 20 de noviembre a las 5:30 ¿no es nada temprano tomando en cuenta que cuando eras joven y había que ir a recoger agua y hacer las tortillas para el desayuno de los peones te levantabas a las 3 de la mañana verdad?

Te confieso que yo quería retrasar el momento de ver tu cuerpo lo más que se pudiera porque sabía que no sería fácil, pero mami, como todas tus hijas, con esa decisión y valor que las caracteriza no esperó y fue directo a eso, a ver tu cuerpo, a llorar sobre tu pecho y decirte las cosas que le quedaban por decirte, pero especialmente a agradecerte.

El tiempo pasó y nos tocó pasarte de la cama en dónde tenías años de estar al ataúd que, dos años atrás en uno de tus tantos sustos habíamos comprado.

En todos los entierros a los que he ido la parte más difícil para las personas es cuando sacan el cuerpo de la iglesia o cuando entierran los restos pero, curiosamente, la parte más difícil para tus hijas fue eso, dejar de verte en la cama, como estaban acostumbradas y entender que el nuevo lugar, por las siguientes horas (¿días, meses, años?) sería una caja de madera.

De eso creo que mejor no te cuento nada, no fue bonito y seguramente no vale la pena que te enterés de esas cosas ahorita ¿Para qué?.

El tiempo pasó y tu familia empezó a llegar, uno a uno de todas partes… Pero llegó el momento de decidir si el entierro iba a ser ese día o el siguiente, faltaban muchas personas por darte “el último adiós”.

La decisión fue esperar un día más y que inyectaran tu cuerpo para que perdurara más, como queriendo robarle tiempo a la muerte que ya había hecho su trabajo y ahora se encontraba a kilómetros de distancia, en todos los lugares donde se le necesitaba, pero que ya había hecho su trabajo ahí.

Esa parte fue la peor para mí, pues necesitaban a alguien que “estuviera tranquilo” para que te acompañara en ese proceso… y pues a consecuencia de no haber llorado ni una vez, a diferencia de todos los demás yo dije que lo hacía, la otra opción era dejarte sola con un desconocido y eso nunca hubiera sido una opción.

Rezos, cafés, flores, visitantes, lágrimas, llantos, gritos de dolor… todo lo que corresponde a una vela pasó en ese ritual que es más para nosotros los que quedamos que para los que se van.

En tu entierro el cielo decidió llorar con nosotros, como para lavarnos las lágrimas y disimularlas al mismo tiempo, y con la lluvia sobre nosotros caminamos hacia el cementerio, con tu cuerpo sobre los hombros de tus hijas, de tus nietos y nietas, de tus yernos que te querían como hijos… hasta de tus bisnietos. ¿Sabés?, no faltaron hombros para una mujer como vos, no podían faltar. Con la escolta de los niños de la escuela del barrio, por la cual luchaste tanto, llegamos hasta el cementerio.

Bajo el aguacero, te enterramos en la misma bóveda que abuelito, como la canción… así lo querías y así se hizo, y bajo la lluvia sellamos la bóveda. Y cuando terminamos el cielo se aclaró, creo que ya no hacía falta disimular más lágrimas.

Muchos nos regresamos a nuestras casas ese mismo día, el lunes 21 de noviembre, con mucho cansancio y un gran peso en el corazón. Yo subí directamente a escuchar “The Day Before The Day”, la canción en la que no pude dejar de pensar en las anteriores 48 horas y te lloré quedito, entre las cobijas y la almohada… por fin podía llorar.

Dicen que la muerte llega con el olvido, este intento de confesión es mi muestra de que la muerte, esa muerte que llega con el olvido, nunca te va a tocar.


2 comentarios:

  1. No me cabe duda que tras la muerte, para las grandes personas están reservados los grandes lugares. Ese gran lugar es un regalo y ese regalo es permanecer en los corazones de los que te han querido. Eso significa ser eterno y la eternidad es inmortal.

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