miércoles, 27 de abril de 2011

Palabras que ahogan.


Decía un escritor famoso que cuando estamos enamorados, pasamos imaginando conversaciones; yo al menos, no solo imagino conversaciones, y no solo lo hago cuando estoy enamorado, yo voy más allá, mucho más allá.

Por ejemplo, desde hace un tiempo quiero/necesito hablar con alguien sobre un tema particular, quiero preguntarle ciertas cosas y poder ser sincero con esa persona; yo creo (o al menos quiero convencerme a mí mismo) que lo que dice la Biblia (Juan 8:32) de que “la verdad os hará libre” es cierto; trato de creérmelo cuando se lo digo a las demás personas, y en el fondo estoy seguro que lo repito para que, de tanto repetirlo, yo me lo crea también.

Pero no siempre es tan sencillo, las preguntas y los discursos que hemos imaginado miles de veces en nuestras cabezas mientras viajamos o trabajamos, o en cualquier otra situación que se puedan imaginar; esas palabras que hasta hemos ensayado en voz alta en la soledad de nuestros cuartos, aún con el riesgo de sentirnos locos, no siempre logran salir como lo planeamos o queremos.

Empezando porque siempre tratamos de encontrar el momento “apropiado”, como si hubiera un momento apropiado para hablar de ciertos temas, o como si uno no pudiera fabricar ese momento, y volverlo apropiado. De hecho una conversación un día de estos me enseñó que los momentos uno generalmente tiene que hacerlos, sin importar cómo salgan!

Después, si los planetas se alinean y el momento “apropiado” aparece, y el destino, fuerza o Dios (como se sientan más cómod@s) logra que la conversación se derive hacia el tema que quieren tocar, llega el momento de decir las palabras que han sido repetidas mil veces en la cabeza, solo que ahora toca decirlo con la boca, utilizando las cuerdas vocales y moviendo la lengua, algo que parece tan sencillo, tan banal y ordinario terminan siendo imposible. Las palabras salen del cerebro con la orden de decir lo que se quiere, son filtradas y autorizadas por el corazón, pero en la garganta se quedan, ahogando, quemando; las malditas palabras se niegan a salir de su “zona de confort”, se niegan a abandonar esa cueva donde se sienten cómodas, a costa de su creador y huésped.

La sensación de ahogo física pasa, y con un trago de lo que sea se logra no morir por la falta de aire, de hecho yo he llegado a sentir un tipo de hiperventilación para contrarrestar la falta de oxígeno que provoca tener una palabra atravesada en la garganta, en todo su ancho, tapando el paso del aire.

Pero la sensación de fracaso, de cobardía, de eterno ahogo y opresión en el pecho no se van con un trago de lo que sea; no, esa sensación queda ahí, esperando a que los planetas se terminen alineando, y que el coraje y la valentía que se necesita para decir esas palabras, terminen empujándolas fuera de la cueva que es la garganta para ellas, y que, para bien o para mal, terminen en el mundo.